Lizet lleva 26 años en los Estados Unidos. Se considera afortunada porque tuvo la suerte de emigrar con sus padres y sus hermanas a un país extraño. También ha tenido la suerte de haber recibido visitas desde su natal México. Fue precisamente una prima que llegó a visitarla la que le ofreció su primer cigarro. “La verdad tardé mucho en empezar a fumar porque aún vivía en casa de mis papás y no quería que se enteraran”.
Lizet empezó a fumar para sentirse incluida en la universidad. “Medio mundo fumaba en la escuela, así que yo me sentía incluida en el grupito de amigos”, recuerda. Nunca fumó de manera cotidiana, pero sí en las fiestas o cuando salía con sus amigas. “Cuando salí de casa de mis papás fue como salir del closet: ya era fumadora y no me daba miedo de que me dijeran algo mis papás. Ya era grande”. A pesar de eso, toda su familia le reprochó el vicio y le recordaba lo dañino que podía ser para su salud.
No considera que fuese una fumadora compulsiva. “Era más como una fumadora social, no como esas personas que parecen chimeneas”, explica. Quizás por eso no le fue complicado dejarlo. “Pensé que iba a ser más difícil, y cuando lo dejé yo sola me alegré mucho.” Lo dejó porque se dio cuenta que se estaba haciendo daño y tampoco quería dar un mal ejemplo a sus hijas. Enseguida notó que el olor que tanto le molestaba a su familia se había ido, también tenía más energía y notó que su piel estaba más brillante que antes.
Lizet trabaja de asistente educativa en una escuela de Portland y cuando ve que los jóvenes empiezan a fumar les cuenta del daño que hace el cigarrillo, les habla de su experiencia y les comparte datos de artículos que ha leído. “Pero sobre todo les digo que fumar no te convierte en cool”. Menciona que le hubiera gustado que alguien le informara de los riesgos del tabaco cuando era joven y estaba en la escuela.