Su nombre es Adriana, tiene 71 años y es feliz. Con la sonrisa en la boca y ese brillo nostálgico en la mirada, dice que está satisfecha con su vida. Es tajante: no se arrepiente de nada. Aunque piensa en silencio unos segundos y rectifica: “bueno, a lo mejor no hubiera fumado tanto… o no hubiera comenzado”. Todavía recuerda que empezó a fumar cuando se casó con el amor de su vida: un escritor. “El fumaba mucho”. Ella nada más empezó con uno o dos cigarros al día. “En esa época no había tanta conciencia. “Se fumaba en las discotecas, incluso en frente de los niños”, rememora como queriéndose excusar.

A pesar de las advertencias de su madre, durante 37 años el cigarro fue su fiel compañero. La acompañó en las fiestas con los amigos, fue el perfecto complemento para su café de media tarde, viajó con ella por el mundo y le sirvió de inspiración en el arte. Era casi su amante. Pero como los malos amantes, le causó mucho daño. Le empezó a destrozar la vida. Primero se llevó a su esposo: cáncer de pulmón. Poco después le diagnosticaron EPOC. “Es como si te estuvieras secando por dentro. Es horrible, pierdes el sentido del olfato, se te caen los dientes, y te empiezas a enfermar de todo”, recuerda Adriana.

No podía seguir así. “No podía hacerle eso a mis hijos, no podrían soportar una muerte más”. Así que, por sus pistolas, dejó de fumar de un día para otro. Sí, de un día para otro. Para conservar su familia. Todavía recuerda las postrimerías de la decisión: “Subí de peso, estaba de malas, enojada, agresiva y un año después vino la depresión”. Recuerda que tomó clases de canto para fortalecer sus pulmones, se puso a dieta para bajar de peso y respirar mejor, y fue con un psiquiatra para tratar el enojo y la depresión.

Tomó tiempo, pero empezó a sentirse mejor. Dejó de cargar los inhaladores en la bolsa, vio cómo su piel y su cutis mejoraban. “Soy una vanidosa”, ríe mientras lo comenta. Los alimentos le empezaron a saber mejor, y sus nietos le hicieron el mejor cumplido: “Qué bueno que ya no fumas, abuela”.

Aunque a momentos parece que habla con nostalgia del cigarro, sabe que ya no lo necesita. Por eso se atreve a confesar que tiene cigarros en casa para recordarse a si misma de que fue una decisión correcta. “Verlos me da fuerza, me siento empoderada”, menciona. Esta aprovechando esta fuerza para tejer, bordar y hacer crochet con sus nietos, también para escribir una crónica del viaje en Combi que hizo con su esposo a Europa en los setenta. “Es lo que les puedo dejar a mis nietos, eso y que me vean como una mujer fuerte e independiente”.